27 feb 2010

Kare-sansui (枯山水:montaña y agua seca o marchita)

Apoyado sobre el rastrillo desvencijado y reseco, exhausto y vaciado, con algunas pequeñas astillas en la palma de su mano, seca su frente con su toallita blanca húmeda en agua fría. Descansa su antebrazo sobre el otro brazo que hace equilibrio sobre la punta del prolongado mango sediento, y observa su trabajo terminado: el samu ha sido realizado y ha tenido sus efectos. Limpia sus manos, las friega una contra otra, sacude su ropa, recoge las herramientas y se dispone a abandonar el patio, girando hacia su derecha. Todo a su izquierda es grava blanquecina, trocitos de rocas y fragmentos de él, pequeñas piedritas peinadas por el rastrillo y por él, sin él. Unas cuantas rocas más grandes rompen la monotonía, evitando la simetría, remarcando la diferencia para no repetir, sino descubrir. Las sombras sobre el jardín se le muestran tan reales, como no correspondiendo a representar a las cosas, sino siendo sólo eso: sombras, como la tinta hace las palabras escritas, y es sólo eso: palabras: tinta: escritura. Esos oscurecidos kanjis que se recortan frente a la luz y se leen sombreados, intentan retrasar un haiku, suspenderlo, sustrayéndoselo al vacío. Mira la arena y las rocas, las sombras y los ondeados, y alucina. Recuerda: alucinar es la tarea de todo aquel que escribe, jugar entre las luces y las sombras de las cosas, crearlas, inventarlas, disponerlas a su existencia: caligrafiarlas. El deslumbre lo encandila un momento, y esa ceguera obliga a cerrar los ojos para ver: la mirada se hace sólo en los lapsos del parpadeo, rememora. Mira (ve), viendo la abismal profundidad de la superficie, tan honda como esa capa de arena gravosa. Se seca la frente, respira, y otra vez; expira y lee con otros ojos. Una piedra caída en un lago, haciendo ondas, tantas en virtud del tamaño y peso de aquella. El asomarse de la cabeza de una tortuga marina, buscando un poco de reparador aire. Un parque alrededor de un pequeño cerro. Un cometa en pleno viaje espacial, mientras surca en cielo escribiendo con polvo estelar. Una nube arrastrada por el viento sinuoso. Una pequeña grulla navegando por el Sengawa. Un niño asustado, que se enrosca abrazándose a sus rodillas, a medida que las sombras se acercan para rodearlo. Líneas largas rectas: aguas calmas; líneas ondulantes: aguas agitadas. Arena, piedras, grava, rocas y las sombras de un árbol sobre el patio del templo. Más nada. Nada más. Se da cuenta que prestar demasiada atención a un solo detalle le hacía perder el resto, la totalidad armónica que estaba ahí, esperándolo, esperándose. Y se avergüenza. Respira, toma un respiro, su paciencia había tenido su entrenamiento y era hora de descansar. Por fin gira todo hacia su derecha y enfila hacia la pileta, a lavar sus herramientas. Abre la canilla, se refresca y de repente se ve reflejado en el agua que corría, y con cierto pánico, siente que él drena también junto a los pequeños granos de arenisca blanca que se despegan de su rastrillo. Aún no se percataba que se había perdido en la admiración (aquí no se puede contemplar, ni observar, y menos se examina) de ese infinito laberinto de arena, grava y rocas que él mismo era. Había buscado esa belleza que, siendo invisible, hasta que nos devora y nos devuelve sobre ese trazado de múltiplos de tres sobre arena y piedras, para intentar comprender (por)qué necesitábamos expresar(nos). Él ya era jardín, y ese jardín mantiene un espacio para que siga viviendo ahí, en su mismo interior seco hecho patio, entre el agua que corre bajando esa montaña. Ya no queda lugar para la diferencia; queda más nada. Nada más.

Satori es otro nombre para eso.


del libro Hojas de Otoño, de Shinobu Takauchi (traducción propia)

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